Mira la cruz en la que mi Amor entregó su Espíritu al Padre. Mira su luz porque, desde aquel momento en que su agonía dio paso a la redención, ya no es un instrumento de dolor sino de amor. Si te cobijas bajo los brazos de la cruz de Cristo entones formarás parte de los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero (Apocalisis 7:14)
Cuando los cristianos adoramos la cruz
no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación y la muerte,
sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios
que ha querido compartir nuestra vida
y nuestra muerte hasta el fondo.
No es el sufrimiento el que salva,
sino el amor de Dios
que se solidariza con la historia
dolorosa de los hombres.
No es la sangre
la que en realidad purifica,
sino el amor infinito de Dios
que nos acoge como hijos.
Por esto, ser fiel al crucificado
no es buscar con masoquismo el sufrimiento,
sino saber acercarse a los que sufren
solidarizándose con ellos
hasta las últimas consecuencias.
Descubrir la grandeza de la cruz
no es encontrar no sé qué
misterioso poder o virtud en el dolor,
sino saber percibir la fuerza liberadora
que se encierra en el amor cuando
es vivido en toda su profundidad.